jueves, 2 de mayo de 2013

EL ATAQUE A PEARL HARBOR

El ataque a Pearl Harbor mató a 2.400 estadounidenses e hirió a 1.200. Entre estos muertos figuran 1.103 marineros e infantes de marina que perecieron cuando una bomba japonesa penetró al depósito delantero de explosivos del acorazado USS Arizona, hundiendo el barco con quienes se hallaban a bordo. El USS Oklahonm, otro acorazado, fue también hundido con gran pérdida de vidas. Los otros seis acorazados quedaron averiados, lo mismo que un cierto número de cruceros y destructores. Más de 340 de los 400 aviones que estaban en Oahu fueron también destruidos o averiados.
A corto plazo, los japoneses lograron su objetivo: pusieron temporalmente fuera de combate a la flota del Pacífico de Estados Unidos. Pero el problema más importante era: ¿por cuánto tiempo? A largo plazo, Estados Unidos logró superar el daño sufrido en Pearl Harbor por las siguientes razones:
• Los portaaviones no fueron tocados. El portaaviones, en contraste con el acorazado, que todos los estrategas navales consideraban antes de 1941 el arma naval por excelencia, demostraría ser el arma decisiva de la guerra naval en el Pacífico.
• Los submarinos no fueron atacados. Los submarinos se convertirían en una de las más poderosas armas de  Estados Unidos para cortar las vías de suministro vitales del Japón.
• Los astilleros de reparaciones y los tanques de almacenamiento de petróleo y aceite combustible quedaron intactos. De suerte que Pearl Harbor logró desempeñar su importante papel en tiempos de guerra como base de reparaciones y renovaciones de la flota del Pacífico. En efecto: los barcos averiados en el ataque fueron reparados en su mayoría y entraron en acción contra los japoneses más tarde, en 1942 y 1943.
DESDE EL 7 de diciembre de 1941, los norteamericanos han estado discutiendo quién fue responsable del desastre de Pearl Harbor. Y con razón, pues ese ataque de sorpresa que llevaron a cabo 353 aviones japoneses fue sin duda una de las victorias militares menos costosas de la historia. Cuando terminó (sólo duró unas dos horas) los ocho acorazados norteamericanos que se encontraban en el puerto habían sido hundidos o averiados, y muchos de los cruceros y destructores también fueron alcanzados por las bombas.
Las seis grandes bases de Oahu estaban arruinadas y casi todos sus aviones destruídos. Más de 2.400 vidas se habían perdido. Los japoneses, en cambio, de vuelta en sus portaaviones, comprobaron una pérdida de tan sólo 29 aviones y 55 hombres. Aunque técnicos y expertos han dedicado mucho tiempo a estudiar el aspecto militar de este asunto, aún más interesante para el profano es el papel desempeñado por las deficiencias inherentes a la naturaleza humana.
Ellas fueron en realidad las que impidieron prevenir el desastre del 7 de diciembre; pues, dejando de lado la cuestión de si Washington envió o no envió la información suficiente sobre la situación, como también la de si el mando norteamericano de Hawai hizo uso adecuado de sus propios informes y equipo militar, cabe subrayar que en las últimas horas todavía se presentaron cinco magníficas oportunidades de evitar la tragedia.
Debido a que los seres humanos son tan sólo eso, seres humanos, las cinco  oportunidades se desperdiciaron. La primera se presentó a las 6,30 de la tarde víspera del ataque, cuando la flota japonesa se encontraba todavía a 800 kilómetros de distancia. Mientras Honolulu gozaba de su última puesta de sol en tiempo de paz, el teniente coronel Jorge Bicknell, oficial del servicio secreto, llevó apresuradamente al comandante en jefe, general Walter Short, un mensaje por demás interesante: la F B. I. (oficina federal de investigación) había interceptado una llamada telefónica de Tokio a un japonés de Honolulu. Tokio pedía información sobre aviones, reflectores, barcos, el tiempo... y sobre flores. El interlocutor de Honolulu contestó: “En la actualidad las plantas florecen menos que en cualquier otra época del año; sin embargo, los hibiscos y las flores de Pascua se han abierto ya”.
Los dos oficiales se quedaron perplejos. ¿Por qué razón iba alguien a gastar dinero en una costosa llamada a través del Pacífico para hablar de flores? Por otra parte, si se trataba de espionaje, ¿por qué se utilizaba para la conversación un medio tan fácil de interceptar como el teléfono? Todavía hoy el sentido de aquella llamada permanece oscuro, aunque lo que ocurrió después la hace aún más sospechosa. En ese entonces los dos oficiales, después de discutir durante una hora, llegaron a una conclusión muy humana: consultar el caso con la almohada, y volver a considerarlo al día siguiente. Así pasó la tarde, y llegó la noche, una noche apacible, no de jarana y de orgía como se ha dicho muchas veces. A las 3,42 de la mañana siguiente, cuando la flota japonesa estaba a 450 kilómetros de distancia, el pequeño dragaminas “Cóndor” vio aparecer un periscopio cerca de la entrada de Pearl Harbor.
Inmediatamente comunicó la novedad al destructor “Ward”, que patrullaba esa zona. El “Ward” se acercó a toda máquina y escudriñó el mar por espacio de un hora, pero no pudo encontrar nada. El “Cóndor” no avisó nunca a las autoridades lo que había visto porque su capitán pensó, muy humanamente, que si no se había vuelto a descubrir el periscopio en una hora de búsqueda, seguramente él se habría equivocado. El “Ward”, por su parte, no avisó tampoco porque el “Cóndor” no lo hacía, y después de todo era ese buque el que decía haber visto algo. La estación naval radiotelefónica, que había estado escuchando todo el tiempo, calló también, puesto que el “Ward” y el “Cóndor” callaban, y al fin era asunto de ellos. Así, hombres bien intencionados, decentes, que luego supieron probar su valor, capacidad e inteligencia, dejaron perder esa oportunidad, pues el periscopio pertenecía realmente a uno de los micro-submarinos japoneses que se disponían a cooperar con el ataque aéreo. Y mientras se cambiaban las últimas señales entre el “Cóndor” y el “Ward”, los primeros aviones enemigos despegaban ya desde sus portaaviones, a 370 kilómetros de distancia.
A las 6,45 de la mañana (la flota aérea japonesa estaba a 290 kilómetros), el “Ward”, que todavía patrullaba esa zona, vio frente a Pearl Harbor la torre de mando de un submarino extranjero. Marchó sobre él a toda velocidad; hizo fuego, arrojó bombas de profundidad, y consiguió hundirlo. Un avión de la armada se unió al ataque y dejó también caer algunas bombas. Tanto el “Ward” como el avión enviaron radiogramas a las bases de la costa, avisando que un submarino había sido hundido en aguas prohibidas. Reaccionando en forma muy humana, los oficiales superiores comenzaron a consultarse por teléfono. ¿Qué significaba esto? ¿Sería verdad? ¿No lo sería? Llegaron a la conclusión de que probablemente lo que el “Ward” había visto era una boya. Peor aún sería que hubiesen hundido un submarino norteamericano por equivocación. Enviaron un destructor de servicio en ayuda del “Ward” y decidieron, obrando en forma demasiado humana, esperar nuevos acontecimientos.
A las siete los aviones japoneses estaban a sólo 220 kilómetros, y dos soldados norteamericanos que atendían la estación de radar de Opana descubrieron en la pantalla más manchas de las que jamás habían visto; tantas, en verdad, que pensaron que el aparato se había descompuesto. Pronto se dieron cuenta de que ése no era el caso, y de que se trataba de una enorme formación aérea que avanzaba hacia las islas. Telefonearon al centro de información, el cual estaba a cargo de un joven subteniente que sólo había desempeñado estas funciones una vez y que no sabía nada respecto al radar. Ninguno de sus superiores estaba ese día de servicio, y los suboficiales se habían ido a desayunar. Así, pues, todo dependió en ese momento de un joven oficial que se hallaba en realidad tan impotente como un soldado raso: ningún superior ni inferior a quien consultar, y un desconocimiento absoluto del problema. Por desgracia recordó que al venir a tomar su guardia, que era de cuatro a ocho de la mañana, había oído en el aparato de radio de su automóvil discos hawaianos transmitidos por la estación KGMB, y también recordó que cuando llegaban aviones de California, esa estación transmitía toda la noche para orientarlos, indicándoles su posición.
Creyó, por tanto, que se trataba de aviones norteamericanos; no bien llegó a la conclusión tan lógica, comunicó a los soldados de la estación de radar, procediendo en forma muy humana, que no debían preocuparse. Los soldados continuaron viendo acercarse los aviones. A las 7,15 estaban a 148 kilómetros; a las 7,25, a 100 kilómetros. Hasta que por último, a las 7,39, dejaron de verlos en la pantalla, pues ya estaban demasiado cerca para que el radar los registrara. Ilustración 12: Bombardeo de Pearl Harbor
Aproximadamente a esa hora un mandadero, Tadao Fuchikami, salía de la oficina telegráfica de la R. C. A. en Honolulu, con un telegrama dirigido al general en jefe. El despacho había sido redactado hora y media antes en Washington por el general Jorge Marshall, quien acababa de enterarse de que los japoneses se disponían a romper finalmente las negociaciones diplomáticas con los Estados Unidos, y que a la una de la tarde así lo informarían a Cordell Hull, secretario de Estado. Era obvio que a la una, hora de Washington, algo iba a ocurrir, y en ese momento, serían las 7,30 a.m. en Pearl Harbor, hora ideal para un ataque aéreo de sorpresa.
El general no tuvo más que un pensamiento: dar aviso del peligro. Inmediatamente redactó un mensaje, pero no tomó el teléfono que estaba al alcance de su mano; pensó muy lógicamente que, aunque ese aparato se conectaba con Honolulu mediante un circuito directo, con un sistema especial de protección, la llamada podía, sin embargo, poner en peligro la seguridad de su sistema de comunicación. Prefirió que el mensaje fuese enviado por radio, lo que teóricamente era casi tan rápido. Esa mañana las condiciones atmosféricas eran malas. Como esto podía impedir la recepción del mensaje, que era demasiado importante para correr el riesgo, un oficial, creyendo hacerlo mejor, optó por la vía del cable comercial. La medida resultó fatal. Desastrosa. El cable llegó a Honolulu hora y media después que el general Marshall lo redactara, y en ese momento eran las 7,33. El sobre no tenía indicación alguna de que fuera urgente, y Tadeo Fuchikami, que salía con él en la mano, se entretuvo unos minutos con otros muchachos en la zona de estacionamiento que estaba al otro lado de la calle. Por fin subió a su motocicleta Indian, de dos cilindros, y la hizo arrancar.
En ese momento vio alzarse espesas nubes de humo negro sobre Pearl Harbor, y proyectiles antiaéreos agujerear el cielo matinal. Era demasiado tarde; el ataque había comenzado. Todavía hoy se discute el asunto. Sin embargo, aparte de lo que el alto mando hizo o no hizo en Washington y en Pearl Harbor, la verdad es que existieron esas posibilidades de evitar el desastre. Oportunidades que se perdieron, no por maldad o incompetencia, sino porque los seres humanos son, después de todo, seres humanos. Y siempre ha sido así. En la India, antes de estallar la rebelión de los sepoy en contra de los ingleses, flechas inflamadas atravesaron el cielo nocturno, dando aviso de que se aproximaba la catástrofe.
En el caso del “Titanic”, se recibieron a bordo seis mensajes radiotelefónicos anunciando que había témpanos de hielo en las inmediaciones. Quien estudie la naturaleza humana y advierta la forma extraña en que suele comportarse la gente, se inclinará a pensar que la solución no está en perfeccionar los métodos o la estrategia. La mejor manera de evitar un desastre es en realidad muy simple: debemos aprender a reconocer las señales de peligro cuando se presentan a nuestra vista. Tomado de una conferencia.

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