jueves, 4 de octubre de 2012

LA CORONACIÓN DE NAPOLEÓN


A comienzos de 1804 Napoleón Bonaparte es primer Cónsul de la república francesa y ha conseguido además que su magistratura posea carácter vitalicio. Ocupa por tanto el lugar central en el entramado político del país, desde el cual lleva a cabo importantes reformas en todos los ámbitos de la vida nacional. Situado en la cima de su poder, decide dar continuidad al régimen que dirige, transformándolo al mismo tiempo en una monarquía hereditaria. Esta fue la forma en la que, de un día para otro, en el mes de mayo de dicho año la Francia republicana se despertó transformada en Imperio napoleónico. Faltaba hacer visible esta profunda transformación de las estructuras políticas francesas y para ello se diseñó una pomposa ceremonia de coronación del nuevo emperador y su esposa, Josefina, que se llevó a cabo en la catedral de Notre Dame de París el 2 de diciembre de 1804.
La citada ceremonia es el motivo de este gigantesco lienzo que comentamos, "la coronación de Napoleón y su esposa Josefina", realizado por Jacques Louis David como consecuencia de un encargo del mismísimo emperador, a quien le unía una antigua relación con este pintor que a esas alturas era ya algo así como el cronista oficial del régimen napoleónico. Aunque el encargo fue probablemente realizado antes de que la misma ceremonia tuviese lugar, el artista no se puso a la tarea hasta pasado más de un año del acontecimiento y las grandes dimensiones del lienzo (casi diez metros de ancho por más de seis de alto) explican que su entrega se retrasase casi dos años más.
La frase del propio emperador: "David, te rindo homenaje" es demostrativa de que la espera mereció la pena. El pintor no se limitó a recoger la ceremonia propiamente dicha, sino que nos ofrece en la obra un verdadero retrato de la Francia imperial, concebido dentro de los cánones de la pintura neoclásica, en el que se integran más de doscientos retratos individuales, aunque sea un objeto de pequeño tamaño (la corona que Napoleón se apresta a colocar sobre la cabeza de Josefina) el que ocupa el lugar central de la representación, hacia el que se dirige casi de manera automática nuestra mirada.
Una vez que nuestra vista se aparta de esa corona podemos reparar en el elenco de diversos grupos que nos ofrece David: a la izquierda la familia del emperador, que se prolonga en la figura arrodillada de Josefina y en la verticalidad del mismo Napoleón, alzando la corona. Tras él se encuentra el pontífice Pío VII, invitado como testigo especial a la ceremonia, rodeado por numerosos eclesiásticos. Algo más al fondo, un grupo de embajadores y representantes de otros países y, en primer plano a nuestra derecha, algunos de los más importantes dignatarios de la administración napoleónica. Por último, en un plano superior enmarcado mediante vanos de medio punto, encontramos dos tribunas en las que otros personajes se sitúan a distintos niveles, en gradas. En la que está al centro localizamos el retrato del propio pintor, a quien acompañan familiares, amigos y colegas de profesión.
Todo quedó recogido en este cuadro, bajo la atenta mirada del pintor. La Francia napoleónica que se apresta a iniciar las guerras de ampliación del nuevo imperio, lo que llevará a su final diez años más tarde, posa solemne en este cuadro. Aún hubo tiempo para la anécdota. En esa tribuna que acabamos de describir, bajo el grupo que acompaña a David, figura en lugar preeminente María Letizia Ramolino, madre del emperador quien, en realidad, no asistió a la ceremonia. Pero, ¿cómo no iba a quedar representada en un cuadro consagrado por completo a narrar la gloria de su propio hijo? A veces el Arte miente. De nuevo, imita a la vida.

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