martes, 23 de octubre de 2012

FIN DEL TEMA

FIN DEL TEMA: REVOLUCIÓN INDUSTRIAL

NOS VEMOS EN EL PRÓXIMO EXAMEN.

REVOLUCIÓN DE LOS TRANSPORTES

LA REVOLUCIÓN DE LOS TRANSPORTES

Ø  Se produce de forma paralela y unida a la industrial, ligada al uso de la máquina de vapor, para el transporte terrestre (ferrocarril) y el marítimo   (buques de vapor)

Ø  La mayor novedad fue el ferrocarril, que multiplica la velocidad del transporte terrestre. De 1835 a 1900 es la era del ferrocarril.
o   Stephenson logró una locomotora que alcanzaba los 7 km- h

Ø  La primera red fue la británica, con posterioridad, a mitad del siglo se sumaron Bélgica, Francia, España, Alemania y EEUU

Ø  El tendido del ferrocarril puso en marcha recursos económicos y humanos. La construcción del ferrocarril constituyó un sector económico fuerte.

Ø  El capitalismo del XIX se apoyó en las fabricas, bancos y ferrocarriles

Ø  El ferrocarril se había convertido en un instrumento de unión de mercados y las naciones, este transporte hace todo más cercano y accesible.

Ø  El uso del vapor en la navegación permite construir buques de mayor tonelaje, aumentar el volumen del comercio y abaratar los precios.

Ø  En este momento se desarrolla obras importantes como el Canal de Suez y el de Panamá.

Ø  Por otra parte, el telégrafo eléctrico supone un gran avance en la trasmisión de la información, del mismo modo el teléfono se pone en marcha a final de siglo por primera vez en EEUU

LA INDUSTRIALIZACIÓN SE EXTIENDE A OTROS PAÍSES

LA INDUSTRIALIZACIÓN SE EXTIENDE A OTROS PAÍSES

GRAN BRETAÑA EL 1º PAÍS INDUSTRIAL DEL MUNDO

Ø  GB es el origen del industrialización debido a:
o   Abundancia de recursos naturales (lana, algodón, hierro…)
o   Elevado crecimiento demográfico
o   Transformaciones agrarias
o   Crecimiento de la demanda
o   Posición favorable en el comercio internacional
o   Disponibilidad de capital
o   Innovaciones tecnológicas
o   Mentalidad protestante
§  Se convierte en 1º potencia mundial, monopolizadora de la industria, exportadora de manufacturas y explotación colonial. Estuvo sin competencia hasta bien avanzado el XIX.
Ø  Estos factores varían de un país a otro y actúan en conjunto y no por separado
Ø  El resto de países europeos se vieron frenados por la industrialización británica y desarrollaron este proceso más lentamente (Francia, EEUU) e incluso más tardíos como (Alemania y Rusia)

DIFUSIÓN DE LA INDUSTRIALIZACIÓN EN LA EUROPA CONTINENTAL

Ø  Los británicos intentaron frenar el proceso, sin embargo la difusión de la industrialización y del crecimiento económico fue una conquista pacifica, lenta y gradual, orientado por la necesidad y voluntad de los nuevos y competitivos estados nacionales.
Ø  La cronología fue la siguiente:
o   Bélgica y norte de Francia, favorecido por la tradición manufacturera y comercial de la zona, así como de la disponibilidad de materias primas y su buena localización
o   La región del Ruhr se basa en la disponibilidad de carbón y hierro, la construcción de ferrocarriles y las necesidades de un mercado alemán unificado.
o   Otros focos tardíos textiles y manufactureros fueron Cataluña, N de Italia, País Vasco…
Ø  Si en GB se había apoyado en la iniciativa privada, en el continente tuvo más importancia la decisión de los Estados, la orientación de su política económica y papel de la banca.
Ø  El ritmo del crecimiento industrial e industrial no fue uniforme, ni en tiempo ni en espacio:
o   Francia, Bélgica o Alemania fueron los primeros
o   Rusia, Austria Hungría, Italia y España fueron más tardíos incorporándose a principios del XX

MÁQUINAS DE HILAR Y TEJER

 


SPINNING JENNY MÁQUINA DE HILAR




LANZADERA VOLANTE



WATER FRAME
MÁQUINA DE HILAR DE AGUA



MULE JENNY
MÁQUINA DE HILAR




TELAR DE ESTAMPADO



TELAR DE SEDA



INDUSTRIAS Y FÁBRICAS

INDUSTRIAS Y FÁBRICAS
Pág. 49 a 52
Ø  Las nuevas fabricas suponen una concentración de capital y de trabajo
Ø  Se llevan cabo en el sector textil (algodón y lana) favorecido por una serie de innovaciones tecnológicas y nuevas maquinas.
o   Lanzadera volante
o   Maquina de hilar (Jenny)
o   Maquina de hilar de agua
o   Maquina de hilar (mule jenny)
o   Telar mecánico, de estampados, de seda.
o   Nuevos tejidos: seda artificial
Ø  Aumenta la producción y el consumo debido a:
o   Crecimiento de la población
o   Cambios en la agricultura
o   Volumen del comercio
o   Mejora de los transportes
Ø  Se producen cambios en la estructura productiva y en las relaciones entre propietarios y trabajadores
Ø  Estos hechos a su vez aceleraron:
o   Las transformaciones tecnológicas
o   El uso de nuevas formas de energía
o   Nuevas formas de producción
o   Nuevas relaciones económicas y sociales.
Ø  Este proceso se llevó a cabo en la industria textil, de algodón. En estas primeras fábricas, el capital se había concentrado, igual que el trabajo al tiempo que a los trabajadores se les sometió a una disciplina de horario y salario, perdiendo su autonomía. La manufactura tradicional se centralizó en las fábricas, hilado y tejido en mismo recinto.

LA LANA Y EL ALGODÓN.
Ø  los productores de lana consiguieron que el Parlamento promulgara varios decretos prohibiendo el uso de tejidos de algodón.
Ø  Temían que dicho tejido les hiciera competencia, llegándose incluso a atacar a las personas que vestían prendas de algodón.
Ø  Se prohibió la importación de las preciadas telas de algodón de la India (las indianas)  provocó el desarrollo de la industria británica de algodón.
Ø  Sin embargo, dichos tejidos se produjeron dentro de GB imitando a los hindúes.

LAS MAQUINAS DE HILAR Y DE TEJER

Ø  La mecanización de la producción textil se desarrolla a lo largo del siglo. Las innovaciones se sucedían en tanto se comprobaba la necesidad de mejorar tejido e hilado.
Ø  1733. John Kay inventa la lanzadera volante, teje en menos tiempo una pieza de gran tamaño. Esto provoca que el hilo escasee y se encarezca
Ø  1765. James Hargreaves inventa la spinning Jenny una maquina de hilar, que funciona manualmente y ocupa poco espacio. Hacia el mismo trabajo que 6/8 trabajadores, y era el primero que no se hacía con la rueca y los dedos.
Ø  1779. Edmund Crompton inventó otra máquina de hilar llamada “mule” que produce un hijo más fino, más resistente y en mayor cantidad. Su tamaño era considerablemente grande, lo que provocó por su coste y dimensiones la desaparición de la industria domestica y supone el nacimiento de la fabrica (factory system)
Ø  Además el uso de la máquina de vapor libera a las fábricas de la necesidad de estar cerca de los saltos de agua y lo que facilita la instalación de las fábricas en la ciudad.
Ø  El uso de las tecnologías en el hilado hizo que este sobrara ya que los telares eran manuales. Este desequilibrio llevó a aumentar el número de tejeros y llevó a un nuevo invento: el telar mecánico de Edmund Catwrigh, que se fue perfeccionando con el tiempo.

LA ENERGÍA Y LA MÁQUINA DE VAPOR
Ø  Hasta este momento la producción seguía siendo baja, aun con el uso de nuevas maquinas y nuevas fuentes de energía.
Ø  La máquina de vapor hace posible el cambio de manufactura a fábrica.
Ø  El mejor invento: James Watt en 1781 que transforma el movimiento vertical en movimiento continuo y circular.
Ø  La difusión de la máquina de vapor fue lenta al principio, generalizándose su uso con maquinas más perfectas y simples.

HIERRO Y HULLA

Ø  El uso de la máquina de vapor exige más carbón, las nuevas maquinas más hierro y acero y la siderurgia nuevas técnicas.
Ø  Desde principios del XVIII el carbón había sustituido a la madera y el hierro se elaboraba más resistente y con más calidad.
Ø  La siderurgia fue un estimulo y un motor para la industrialización, suministrando mercancías a bajo precio para los equipamientos y las industrias. La continuidad de esta dependía del carbón y el hierro y del desarrollo económico y tecnológico de ambos.
Ø  La minería y la siderurgia británica pudo atender la demanda masiva de tales productos lo que llevó al desarrollo del tendido del ferrocarril (1830)

JAMES WATT









LA HIGIENE EN LA HISTORIA: UNAS CURIOSIDADES

La higiene en la historia

El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decorativo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”. Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más, si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles. 
• Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos”
Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene. Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba. 
• Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la suciedad se  encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.
La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabes estaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier cauce cercano. Nombres de los como el del francés Merderon revelan su antiguo uso. Los pocos baños que había vertían sus desechos en fosas o pozos negros, con frecuencia situados junto a los de agua potable, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades. 
• Los excrementos humanos se vendían como abono
Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, habitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los mercados y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios.
Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del esblecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con dificultad por las calles principales
• En verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban mucho mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento debido a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a la aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin que ningún científico pudiera explicar la causa.
Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano 
• Un artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lavaban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes.

• Aires ilustrados para terminar con los malos olores
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.

• Tuberías y retretes: la revolución higiénica
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
Revista Muy Interesante Nro.226- Que Sucio Éramos Luis Otero-
PARA SABER MÁS: Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media. Georgs Vtgatello. Ed. Altaya. 997.

HISTORIA DE LA HIGIENE

LA HIGIENE
Intentar un acercamiento a la historia de la limpieza implica jugar con una serie de variables sumamente complejas y diversas.
Conceptos como enfermedad, peste, moral, cuerpo, pudor, intimidad, costumbre y estamento o clase social, constituyen distintas vías de aproximación a un proceso de civilización (como diría Norbert Elías), que nos permite comprender los cambios y las transformaciones de la sensibilidad en el mundo occidental.
Siguiendo los preceptos vertidos por el historiador Philippe Ariés en su menos conocida obra, El Tiempo de la Historia, pretenderemos en estas cortas líneas cumplir con un objetivo, sintetizado en la siguiente cita:
"A una civilización que elimina las diferencias, la Historia tiene que devolverle el sentido perdido de las peculiaridades (...)".
Y comprender peculiaridades supone, no sólo captar la diversidad del mundo pasado (y también del presente) para evitar encerrarse en valores propios, negando tradiciones distintas, sino empezar a reelaborar un bien siempre escaso: la tolerancia.
EL CUERPO, LAS ENFERMEDADES Y LA LIMPIEZA CORPORAL
El año 1348 marca, tradicionalmente, el inicio de una etapa crítica en la Europa Occidental de la Edad Media. Constituye el mojón, claro y evidente, de un siglo que fue testigo de una de las epidemias más famosas de la historia: la Peste Negra (la peste bubónica).
Aunque esto no quite que antes y después de esta fecha no hubieran existido pestes generalizadas. Las hubo, y terriblemente virulentas; desarticulando aspectos políticos y económicos, como así también modificando procedimientos terapéuticos y, naturalmente, las sensibilidades colectivas.
Recién hacia fines del siglo XVIII, esa realidad cotidiana —como llama Julio Baldeón a la peste— empezó a ser exorcizada y controlada por los incipientes avances de la ciencia de entonces.
Y como era de prever, esos avances volvieron a trastocar todo.
La historia de la limpieza encuentra muchos nexos de unión con las conceptualizaciones que existían respecto de la forma en que se transmitían las enfermedades; y también respecto de las ideas imperantes concernientes al cuerpo.
En épocas de peste el contacto entre las personas se constituía en un riesgo. Había que evitar la fraternización con vecinos, e incluso parientes, siendo el expediente más común la huída.
Pero no siempre eran los sanos aquellos que participaban en esas migraciones.
Muchos infectados encaminaban también sus pasos en busca de "mejores aires", propagando el mal por comarcas que, hasta ese momento, se habían visto libre de las pestilencias.
Estas medidas preventivas (como es el caso de la huída lo más pronto y lejos posible) se convirtieron en verdaderos catalizadores de la violencia.
Si hoy, a principios del siglo XXI, y con el inmenso bagaje de conocimientos científicos que nos jactamos en tener, discriminamos, excluimos e incluso dictamos sentencia contra los enfermos de SIDA, es más fácil comprender actitudes (consideradas bestiales o incivilizadas por muchos que actualmente impiden la entrada al trabajo o al hogar a infectados por el virus HIV) como las practicadas por la ciudad de Mallorca en 1546 cuando rechazó a cañonazos a un barco barcelonés que pretendía comprar alimentos para dar de comer a una Barcelona atacada por la peste.
Los Municipios y Consejos de las ciudades contaminadas —o por contaminar— elaboraban reglamentos referidos a la "higiene" individual.
Y es aquí en donde encontramos conceptos e ideas referidas al cuerpo, que mucho influenciaron en lo que aquellos hombres de los siglos XIV y XV entendían por limpieza; y el grado de relación que existía entre lo limpio, la salud y el agua.
En épocas de peste, impedir el contacto, suprimir las comunicaciones, era evitar todo tipo de prácticas que predispusieran a los cuerpos a la amenaza de los aires infecciosos.
De igual forma se debía rehuir a los trabajos violentos "que calientan los miembros", como así también del baño ya que el conocimiento médico de aquel entonces dictaminaba que "el líquido por su presión y sobre todo por su calor, puede efectivamente abrir los poros y centrar el peligro (...)". Esto explicaría el consejo dado, en la ciudad de París en 1516, cuando ante los efectos de una epidemia se exhortaba:
"¡Por favor, huyan de los baños de vapor o de agua o morirán!".
Es evidente que en siglo XVI la enfermedad no se combatía con higiene; o para ser más exactos: la idea que se tenía sobre lo higiénico era radicalmente diferente a la que la mayoría de nosotros compartimos en la actualidad.
Uno de los motivos de esta disparidad conceptual puede ser claramente expresado por medio de un texto escrito en 1568 (y que resume a muchos otros) de gran vigencia y predicamento en la Europa Occidental, durante los siglos XV, XVI y XVII:
"Conviene prohibir los baños, porque, al salir de ellos la carne y el cuerpo son más blandos y los poros están abiertos, por lo que el vapor apestado puede entrar rápidamente hacia en interior del cuerpo y provocar una muerte súbita, lo que ha ocurrido en diferentes ocasiones"[
A. Paré, Oeuvres, París, 1568].
El cuerpo, por lo tanto, es permeable. El agua y el aire pueden traspasar sus débiles capas y provocar desequilibrios, incluso la muerte. La porosidad de la piel se dilata con el agua caliente, aumentando las posibilidades de contagio. Las fronteras entre lo interno y lo externo son fáciles de violar; y, en consecuencia, se hace necesario no sólo evitar el baño, sino protegerse con vestimentas determinadas.
"El traje de las épocas de peste confirma esta representación dominante, durante los siglos XVI y XVII, de cuerpos totalmente porosos que requieren estrategias específicas en este punto: evitar las lanas y algodones, materiales demasiado permeables; evitar las pieles cuyos largos pelos son otros tantos asilos al aire contaminado. Hombres y mujeres sueñan con vestidos lisos y herméticos, totalmente cerrados, para que el aire pestilente pueda deslizarse sobre ellos sin que encuentre nada en donde agarrarse"
[Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, 1985].
El agua y el baño, enmarcados en épocas de epidemias, elaboraron así una imagen del cuerpo abierto a los venenos infecciosos de la peste, sin la cual no podemos entender el proceso histórico de la idea de limpieza, ni comprender el motivo por el cual el rey de Francia, Luis XIII, tardó siete años de su vida antes de arriesgarse a sumergirse en su real bañera.
Estamos ante un mundo muy diferente al nuestro, no sólo en costumbres, ideas o vestimenta, sino también —y esto es fundamental— en olores.
"Las diferencias entre buen olor y fetidez manifiestan las fronteras que separan a unos estamentos de otros (...)", por lo tanto se hace necesario combatir los aromas desagradables, pero sin acudir al elemento líquido. Las normas de cortesía indicaban muy expresamente una serie de procedimientos —un verdadero inventario de comportamientos nobles— por los cuales la limpieza del cuerpo se circunscribía a lo que el historiador Georges Vigarello llama el "aseo seco".
Y dentro de estos parámetros culturales, la palabra limpieza no era precisamente sinónimo de "lavado".
El uso de perfumes y friegas en seco reemplazaron al agua (utilizada durante el Imperio Romano y gran parte del medioevo), que sólo fue recomendable en rostros y manos (únicas partes visibles del cuerpo).
Aunque no debemos confundirnos al creer que todo lo antedicho haya implicado la desaparición del acto o gesto de limpieza. Lo que sucede es que el mismo adquirió una forma distinta a la que hoy nosotros podemos tener en mente.
LOS SUSTITUTOS DEL AGUA
Si pudiéramos esquematizar la historia de la limpieza del cuerpo con una imagen que pretenda ser sencilla, diríamos que el hombre occidental se ha ido higienizando por etapas y por capas.
Este proceso, que alcanza una manifestación nítida en el siglo XVI —y se acentúa en el siglo XVII—, muestra cómo la apariencia (involucrando en ella los trajes, las pelucas, los bordados, camisas, encajes y comportamientos) concentraba toda la atención a la hora de "sentirse limpio".
El cuerpo, escondido debajo de cargados vestidos, no era considerado. Ser limpio implicaba, ante todo, mostrarse limpio y comportarse como tal. Ya lo establecía una regla de buena conducta, vigente en 1555:
"Es indecoroso y poco honesto rascarse la cabeza mientras se come y sacarse del cuello, o de la espalda, piojos y pulgas, y matarlas delante de la gente".
Por otra parte, ciertas ideas que eran colectivamente compartidas, hacían posible eludir el agua, que tanto temores despertaba.
Burgueses y aristócratas estaban convencidos de que la ropa blanca (la ropa interior) "limpiaba", puesto que impregnaba la mugre a modo de esponja. Por lo tanto, al cambiarse de ropa el cuerpo se "purificaba", simbolizando ese acto la limpieza interna (sin la necesidad de acudir al inquietante elemento líquido).
Naturalmente, estas normas suntuarias (y el concepto de limpieza implicado en ellas) eran ante todo normas discriminatorias; al punto de considerar la blancura y el brillo como signos distintivos de pertenencia a una determinada clase o estamento social.
Desde este punto de vista, la limpieza no podía existir para los más pobres, ya que ellos no tenían acceso a aquellas indumentarias que permitían poner en escena al hombre aseado. Apariencia, distinción social y nobleza implicaban no sólo elegancia, sino también "limpieza".
Durante el siglo XVII, perfumes, polvos y pelucas odorantes toman una importancia significativa; y con ellos la ilusión se complejiza debido a que estos elementos cosméticos actúan como limpiadores, a la vez que corrigen el aire corrompido, preservando al hombre del contagio de la peste.
Todo este boato seguramente nos trae a la memoria la imponente figura del rey Luis XIV, con toda su corte de bien perfumados y empolvados súbditos, rodeados de bellísimas fuentes con aguas danzantes en los patios de Versalles; aunque, como era natural, ninguno de ellos osara acercarse a un chorro para refrescarse.
EL AGUA FRÍA, EL AGUA CALIENTE Y LOS GRANDES CAMBIOS DEL SIGLO XIX
Hacia mediados del siglo XVIII, las fuentes documentales y la literatura empiezan a reflejar el inicio, aún lento y circunscrito a la clase social más alta de la sociedad, de un cambio en la actitud hacia el baño.
Aunque limitado incluso en la misma aristocracia —y debido en parte al control existente sobre pestes y epidemias—, el acto de inmersión comienza a despojarse de sus antiguos temores. La aparición de habitaciones específicas para el aseo corporal (el cuarto de baño) y el aumento de bañeras (consignadas en los inventarios que quedan en los archivos), son claros indicadores de que algo se está trastocando. De igual forma, el estatuto del agua también cambia; y la temperatura de la misma tiene mucho que ver al respecto.
Los libros de salud empiezan a insistir con frecuencia en las virtudes estimulantes del frío:
"El agua fría favorece tensiones y reacciones musculares repetidas; sin ellas el tono de las fibras será menor y los tejidos musculares se aflojarán" [1754].
Incluso los médicos enciclopedistas le atribuyen al agua cualidades morales, especialmente cuando es fría.
Detrás de todos estos cambios conceptuales es factible encontrar (según el historiador Georges Vigarello) una nueva forma de diferenciación social, ahora encabezada por un estamento cada vez con más poder económico y político: la burguesía.
Serán estos burgueses los que, embanderados con los ideales de la libertad y el vigor, difundan la imagen del baño caliente como generador de afeminamiento, artificio aristocrático y origen de toda haraganería. En síntesis: agua fría para el burgués poderoso; agua caliente para el noble decadente. Como ya podemos imaginar, este enfrentamiento encontrará su manifestación política en julio de 1789.
En 1765, la Enciclopedia sanciona:
"No hay que confundir limpieza y búsqueda de lujo".
He aquí una conversión importante: la limpieza deja de estar vinculada con el adorno y la apariencia. Polvos, pelucas y perfumes ya no señalan al individuo limpio; y la higiene, lentamente, deja de ser un tema tratado por los manuales de urbanidad y buen comportamiento, para iniciar su largo recorrido en los libros de medicina. Desde entonces, la limpieza empieza a tomar una forma más parecida a la que nosotros hoy compartimos.
Será el siglo XIX quien asocie el vocablo nuevo de "higiene" con el de salud. Y contrariamente a lo que se ha creído por siglos, el agua y el baño empiezan a promocionarse como defensas contra el contagio de enfermedades.
Sucede que ahora se conocen —y se ven— a los responsables directos de esos padecimientos. Hay que combatir "monstruos invisibles": los microbios. Por lo tanto, la limpieza comienza a actuar contra esos agentes, protegiendo al ser humano.
También será en el XIX cuando, desde ámbitos burgueses —principalmente en las grandes ciudades industrializadas— empiece a generarse una asociación de ideas: la limpieza del pobre (del obrero de fábrica) se convierte en garantía de moralidad; y el distanciamiento entre los "sucios proletarios" y los "decentes capitalistas" intentará ser paliado a través de una actitud paternalista, claramente manifiesta en el dinero invertido en organizaciones misioneras y estatales, a fin de estimular códigos morales y políticos "superiores" en la clase trabajadora.
Civilizar, moralizar e higienizar al obrero fue la consigna. Surgen así las piletas públicas a muy bajo precio, los baños públicos y un elemento hoy muy conocido: la ducha.
¿Cuánto de todo lo dicho se mantiene? ¿Qué ideas y conceptos aún compartimos con los moralistas del siglo XIX? ¿De qué forma la sociedad de consumo en la que estamos inmersos ha afectado la imagen que tenemos de "lo limpio".
Son éstas, preguntas que escapan a las posibilidades espaciales del presente artículo. De todas maneras, y teniendo en cuenta lo leído, creemos conveniente transcribir una cita del célebre historiador Paul Viene, y dar así un cierre a esta breve aproximación al devenir histórico de la limpieza:
"La historia, como viaje que es hacia lo otro, ha de servir para hacernos salir de nosotros mismos, al menos tan legítimamente como para asegurarnos dentro de nuestros propios límites".
BIBLIOGRAFÍA:
·         Georges Vigarello, Lo Limpio y Lo Sucio, Alianza, 1985.
·         Norbert Elías, El Proceso de la Civilización, FCE, 1977.
·         Philippe Ariés, El Tiempo de la Historia, Paidos, 1988.
·         Roger-Henri Guerrand, Las Letrinas. Historia de la higiene urbana, Ediciones Alfons El Magnànim, 1988.
·         Sheldon Watts, Epidemias y poder, Ed. Andrés Bello, 1997.


Por
Fernando Jorge Soto Roland
Profesor en Historia